lunes, 8 de julio de 2013

El honorable comunista

Cristóbal era uno de esos ya casi no tan jóvenes que recordaba cómo en su casa sus padres habían brindado con champagne el día de la muerte de Franco y decía de sí mismo ser comunista convencido, masacrando verbalmente a todos aquellos que no pensaban como él, llenado su boca con las palabras “fachas de mierda” con muchísima facilidad.

Contaba con orgullo que su abuelo estuvo en la cárcel tras la guerra civil, ahorrándose por supuesto, el contar que había sido por ser doble espía, y que tras salir de ella fue colocado a dedo en un ministerio. Se sentía orgulloso del pasado “republicano” familiar y se sentía más de izquierda que el volante de un coche australiano.

Mientras gritaba en las manifestaciones a favor de la educación pública, callaba que él, toda su vida, estudió en colegios y universidades privadas. Mientras se dejaba la voz en las manifestaciones por la salud pública, él seguía pagando, desde que tenía uso de razón, su sociedad médica privada y en su vida había pisado un hospital público. Mientras se jactaba de tener un alto nivel cultural, pisaba a todos aquellos camaradas que apenas sabían leer y escribir. Sin embargo se seguía considerando un comunista modélico.

Mientras se llenaba la boca con palabras de admiración para Adolfo Suárez vapuleaba al Rey con su bandera republicana y despotricaba ante el antiguo régimen, mientras se encargaba bien de esconder aquella foto en la que, vestido de falangista, elevaba el brazo al aire mientras cantaba el Cara al Sol, no tenía apenas ocho años.

Pronto el bastión comunista que le había enseñado todo lo que “sabía” de comunismo falleció, su abuelo fue enterrado con una bandera republicana cubriendo el ataúd y un montón de puños al coro de la internacional. El día más triste de su vida desembocó en otro muy distinto, la frondosa herencia del viejo comunista ahora era de Cristóbal.

Pisos en la capital, terrenos, coches y un par de cuentas corrientes que podríamos denominar más que suculentas. Una sonrisa recorrió su rostro cuando pudo darse cuenta de que si lo hacía bien no tendría
que volver a trabajar el resto de su vida. No tardó mucho en alquilar los pisos y en comenzar a lucir un
lujoso coche, con el que nunca había soñado, dejó de trabajar, dejando así también ese puesto de “representante sindical”. De ser asiduo a las manifestaciones pasó a ser asiduo de casinos y cualquier otro
lugar en el que dilapidar su nueva fortuna, eso sí, mientras seguía jactándose de lo buen comunista que era y lo mucho que sufrió su abuelo en la cárcel por ser republicano.

Una mañana el timbre de su puerta sonó, era su mejor amigo, el más fiel camarada de todos los que tenía. Había ido a su casa a pedirle un favor, un enorme favor. Tras varios meses desempleado, y con su casa a punto de ser embargada, acababan de ofrecerle un empleo, sin duda la salvación de su familia, desgraciadamente necesitaba coche para poder acudir a la fábrica ya que se encontraba a más de veintisiete kilómetros y no había ningún tipo de transporte público. Aquella idea no le gustaba nada a Cristóbal, los lujosos coches que descansaban en su garaje eran no sólo sensibles, sino además caros, y no estaba
dispuesto a que nadie pudiera dañarlos, por lo que se negó mientras esgrimía veinte mil escusas.

Su amigo se lo pidió de mil maneras incluso llego a pedirle dinero prestado para poder comprarse uno alegando que se lo devolvería lo antes posible, cosa a la que se negó aun con más vehemencia. Aquel hombre destrozado se fue de su casa no sin antes decirle que no se esperaba tal desplante por su parte y diciéndole que ni era comunista ni era nada, Cristóbal al oír esto enfureció contestando que era el mejor comunista, pero no un banco.

Tras el mal trago decidió que aquellas amistades no eran las que él quería; pensando que todos aquellos que le habían rodeado hasta ese momento sólo querían aprovecharse de su dinero, él seguía siendo un excelente comunista, pensaba, al que las garrapatas le rodeaban.

No tardó más que unos días en encontrar una casa espectacular en una de las más lujosas urbanizaciones de la capital a la que se mudó en menos de un mes. El tiempo hizo lo demás, pronto se olvidó de sus camaradas, dejó de asistir definitivamente a manifestaciones, pronto los sindicatos se volvieron sus enemigos al atentar contra los intereses de sus nuevas y flamantes empresas.

Pronto el comunista defensor del trabajador se convirtió en un fructífero empresario capitalista. Así fue como Cristóbal, el honorable comunista, se convirtió en lo que más odiaba, en capitalista. Aunque conociéndole la pregunta que nos hemos de hacer es ¿Tal vez no lo fue siempre?

Antonio de la Peña
VyA

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